Allá por mis veinte años -por pudor no
voy a concretar cuánto hace de eso- estaba yo recién llegado como estudiante a una de la ciudades con más carga artística
de las distintas Españas; me refiero a Sevilla.
No era la ciudad cosmopolita de hoy a
la que se llega por autovía, AVE o avión, limpia, restaurada y resplandeciente.
No; era una Sevilla pobre, con más casas apuntaladas que las que se sostenían
solas en pie, fachadas con la cal (cal, no pintura) desconchada y tejados
semihundidos donde campeaban a su gusto
todo tipo de plantas silvestres entre las grietas de sus tejas. Aún así, era
Sevilla.
Fue mi introductor en los secretos de
la ciudad un magnífico amigo que era sevillano hasta la médula de sus huesos.
Se lo conocía todo: dónde ponían la mejor copita de solera o la mejor tapa de
adobo; dónde la cerveza más fría y barata o la librería en que seguro que
encontraríamos de segunda mano ese libro imposible de comprar; el cine de
barrio más económico o las señas de ese profesor con el que había que hablar a
ver si por lástima conseguíamos la nota que no habíamos obtenido por méritos; la
papelería más asequible o el lugar donde llevar a esa chica a bailar sin que te
costase la asignación paterna de un mes. Todo. O casi todo. Jamás había subido
a la Giralda.
Creo que es una anécdota absolutamente
común y corriente. Nuestra ciudad o pueblo los consideramos un espacio vital
pero rara vez un espacio cultural que
también debe ser conocido y disfrutado. Hace tiempo las gentes del un lugar
cualquiera se asombraba cuando llegaban los forasteros que quedaban embobados
ante elementos de la vida cotidiana al que no se daba mayor valor: los restos de
la muralla, una iglesia, un antiguo palacio medio en ruinas… Hoy la cosa puede
haber cambiado pero no para bien: la identificación de bien cultural con bien
turístico hace que el ciudadano del común deje su catedral, su museo o su Plaza
Mayor para los turistas. Orgulloso de tenerlo sí está, pero es para los
turistas. Y viceversa; en cuanto nos ponemos la pantaloneta y la bolsa canguro
y salimos de viaje, nos convertimos en turistas que queremos ver y apreciar
todo aquello que no hemos visitado en nuestro terruño.
En los últimos veinticinco años
nuestros pueblos y ciudades han hecho un magnífico esfuerzo por dar valor a su
patrimonio histórico y cultural. Raro es el lugar que no tenga su pequeño museo,
muchas veces no tan pequeño, dedicado a su historia, sus tradiciones
etnográficas, sus industrias o cultivos… Museítos arqueológicos, mineros,
enológicos o de los temas más dispares los tenemos por todo el mantel
autonómico. Incluído en nuestro pueblo, seguro.
Me gustaría saber escribir de verdad
para poder transmitirles el placer de un paseo por las salas tranquilas, en ocasiones
demasiado tranquilas, por los pasillos, en muchos casos por los jardines, de
ese museo que tenemos a la vuelta de la esquina. Quien dice museo, dice
alcazaba, iglesia o castillo que hemos visto siempre como paisaje cotidiano sin
fijarnos en él porque siempre ha estado ahí. Y si tienen dudas, acérquense a la
Oficina de Turismo de su lugar (que seguro que no la conocen). Infórmense y
sean turistas en su propia tierra. Es un placer que les aseguro que crea
adicción.
Foto: tranquila sala del Museo de mi ciudad. Tomada por el autor.
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