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25 de septiembre de 2012

EL DESCONOCIDO MUSEO DE MI PUEBLO



Allá por mis veinte años -por pudor no voy a concretar cuánto hace de eso- estaba yo recién llegado como estudiante  a una de la ciudades con más carga artística de las distintas Españas; me refiero a Sevilla.

No era la ciudad cosmopolita de hoy a la que se llega por autovía, AVE o avión, limpia, restaurada y resplandeciente. No; era una Sevilla pobre, con más casas apuntaladas que las que se sostenían solas en pie, fachadas con la cal (cal, no pintura) desconchada y tejados semihundidos  donde campeaban a su gusto todo tipo de plantas silvestres entre las grietas de sus tejas. Aún así, era Sevilla.

Fue mi introductor en los secretos de la ciudad un magnífico amigo que era sevillano hasta la médula de sus huesos. Se lo conocía todo: dónde ponían la mejor copita de solera o la mejor tapa de adobo; dónde la cerveza más fría y barata o la librería en que seguro que encontraríamos de segunda mano ese libro imposible de comprar; el cine de barrio más económico o las señas de ese profesor con el que había que hablar a ver si por lástima conseguíamos la nota que no habíamos obtenido por méritos; la papelería más asequible o el lugar donde llevar a esa chica a bailar sin que te costase la asignación paterna de un mes. Todo. O casi todo. Jamás había subido a la Giralda.

Creo que es una anécdota absolutamente común y corriente. Nuestra ciudad o pueblo los consideramos un espacio vital pero rara vez  un espacio cultural que también debe ser conocido y disfrutado. Hace tiempo las gentes del un lugar cualquiera se asombraba cuando llegaban los forasteros que quedaban embobados ante elementos de la vida cotidiana al que no se daba mayor valor: los restos de la muralla, una iglesia, un antiguo palacio medio en ruinas… Hoy la cosa puede haber cambiado pero no para bien: la identificación de bien cultural con bien turístico hace que el ciudadano del común deje su catedral, su museo o su Plaza Mayor para los turistas. Orgulloso de tenerlo sí está, pero es para los turistas. Y viceversa; en cuanto nos ponemos la pantaloneta y la bolsa canguro y salimos de viaje, nos convertimos en turistas que queremos ver y apreciar todo aquello que no hemos visitado en nuestro terruño.

En los últimos veinticinco años nuestros pueblos y ciudades han hecho un magnífico esfuerzo por dar valor a su patrimonio histórico y cultural. Raro es el lugar que no tenga su pequeño museo, muchas veces no tan pequeño, dedicado a su historia, sus tradiciones etnográficas, sus industrias o cultivos… Museítos arqueológicos, mineros, enológicos o de los temas más dispares los tenemos por todo el mantel autonómico. Incluído en nuestro pueblo, seguro.

Me gustaría saber escribir de verdad para poder transmitirles el placer de un paseo por las salas tranquilas, en ocasiones demasiado tranquilas, por los pasillos, en muchos casos por los jardines, de ese museo que tenemos a la vuelta de la esquina. Quien dice museo, dice alcazaba, iglesia o castillo que hemos visto siempre como paisaje cotidiano sin fijarnos en él porque siempre ha estado ahí. Y si tienen dudas, acérquense a la Oficina de Turismo de su lugar (que seguro que no la conocen). Infórmense y sean turistas en su propia tierra. Es un placer que les aseguro que crea adicción.

Foto: tranquila sala del Museo de mi ciudad. Tomada por el autor.


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