Teníamos prometido un trabajo sobre “La función del Arte Actual” de nuestro compañero y amigo Daniel Castillo, y aquí está.
En 1968 un violento terremoto arrasó Gibellina, una pequeña población asentada sobre la falda de una colina en la provincia siciliana de Trapani. Tiempo después se levantó a pocos kilómetros de allí Gibellina Nuova, una ciudad nueva dotada de planta ortogonal, mobiliario urbano y edificios públicos de diseño, y atrapada en una atmósfera fantasmagórica de irrealidad… Unos veinte años después del terremoto el pintor italiano Alberto Burri llevó a cabo un sorprendente proyecto artístico sobre las ruinas abandonadas: cubrió con una capa de hormigón de algo más de metro y medio de espesor la planta del pueblo, respetando, si puede usarse aquí esta palabra, el trazado de las calles, de tal forma que la gran masa gris sigue surcada por las mismas calles que antes delimitaban y comunicaban casas y manzanas.
La obra de Burri provocó una reacción de gran malestar y rechazo entre la población de Gibellina. Su monstruosidad, su opacidad absurda, su silencio inerte, parecen situarse en las antípodas del respeto a las víctimas de la catástrofe, en las antípodas de alguna forma bella, o tan siquiera digna, de inmortalización del recuerdo del suceso. Aquel manchurrón de cemento rayado en la ladera de la colina es, sin duda, desmesurado, tanto por lo que toca a su dimensión material como, sobre todo, por su resistencia hormigonada a dejarse interpretar.
Podríamos tomar de algún autor un concepto de arte o de lo artístico, de modo que nos fuera posible decidir si, ateniéndonos al mismo, la grieta de Burri -así se llama su obra- es o no arte. Pero tal vez iríamos con ello a contracorriente de los tiempos. En la filosofía se viene hablando, desde las últimas décadas del XX, del fenómeno de la estetización del mundo. No sólo está teniendo lugar un proceso de difuminación de los límites entre los géneros artísticos tradicionales, sino también entre los espacios que tradicionalmente eran ocupados y moldeados por el arte y los que no lo eran, dada la extensión en el mundo contemporáneo de objetos de diseño relacionados con todo tipo de facetas y lugares de nuestra existencia. A esta difuminación de los límites entre lo artístico y lo no artístico se une la liberación actual del arte propio de las exposiciones y ferias, digámoslo así, de la sujeción al poder que lo caracterizó en el pasado. Si siglos atrás el arte era un recurso al servicio del poder, un instrumento ideológico de legitimación del mismo, hoy quizás sólo sean visibles restos de dicha función ideológica en cierto cine histórico que incurre una y otra vez en el mismo anacronismo: la proyección sobre épocas pasadas de los valores de la libertad y el individualismo democráticos frente a la opresión; sea cual sea el momento histórico en que se sitúen los hechos, la película terminará con el héroe protagonista gritando: “¡Libertad!”.
Esta difuminación de fronteras no nos impide explorar las funciones actuales del arte. En concreto, nos interesan aquí más precisamente aquellas funciones que cumple el que podríamos denominar arte más difuminado -valga la expresión- por ser una de las formas de arte más característica de nuestros tiempo, el arte a propósito del cual nos acompañaría de forma persistente la duda, heredada de las épocas pasadas en las que aún era posible delimitar ámbitos, sobre su verdadera condición artística. Hoy en día cualquiera puede trabajar con formas y colores empleando programas informáticos de diseño, componer música con un sintetizador de sonidos, o exponer sus textos al juicio de los demás utilizando el espacio de su blog personal. Dejemos de lado la cuestión de los mínimos de calidad estética que serían exigibles -y por quién- para poder hablar de arte en relación a estas producciones, y atendamos al hecho probable de que con cierta frecuencia sean consideradas y sentidas como arte por sus autores y, tal vez, por un cierto número de personas que puedan acceder a ellas.
Este tipo de arte puede aportar satisfacción a su autor, y es perfectamente posible que también al receptor. Ello lo acerca a las funciones actuales del ocio: el entretenimiento, la diversión, el pasatiempo. Formas de llenar el tiempo vaciado con experiencias que aporten satisfacción inmediata. Si a pesar de ello estas ocupaciones y producciones artísticas pueden ser valoradas como algo más que un pasatiempo por sus autores es, al menos en parte, por la extensión de una concepción del hombre que prima sus dimensiones individual y expresiva, y que justifica toda actividad que suponga la expresión de las propias ideas, opiniones o gustos. Ha sido implantada por las clases medias dedicadas al periodismo en los grandes medios de comunicación, a la gestión de los recursos humanos en los sectores empresariales públicos y privados, a la intervención técnica como pedagogos y psicólogos en la resolución de todo tipo de conflictos en las más diversas instituciones sociales: familias, escuelas, empresas, centros penitenciarios, centros de asistencia social, y está a la base de las denominadas nuevas pedagogías o pedagogías centradas en el alumno. Según esta concepción, cada cual ha de desarrollarse como persona expresándose, interrelacionándose activamente con los demás mediante el intercambio de opiniones, mediante el diálogo y la crítica constructiva, siendo cada individuo desde muy temprana edad sujeto de los derechos de libertad de pensamiento y de libertad de expresión.
Con mucha frecuencia, no obstante, este cultivo de la expresión personal, de la identidad constitutiva de cada uno, no termina sino en la originalidad vacía. Antes hemos apuntado la cercanía entre ese arte que hemos llamado difuminado y las funciones del ocio. Si somos pesimistas es por entender que en nuestro presente, en el imperio del consumismo, de la publicidad, de la masificación, de las modas…, lo privado, lo personal, tal vez no sea muchas veces sino la forma más o menos caprichosa que lo público, esto es, lo publicitado y vendido, adopta en cada uno de nosotros.
Volvamos ahora a la Grieta de Burri. Su contemplación no ofrece ninguna satisfacción simple, fácil ni inmediata. No es un objeto consumible. Sería forzar mucho las palabras decir que su autor realizó aquella obra por distracción o por ánimo de expresar y comunicar, mucho menos de agradar. En un mundo donde no sólo la política se ha reducido a espectáculo, a mascarada, sino incluso también la protesta –basta ver a los jóvenes disfrazados para representar pequeños números teatrales o mímicos como actos de protesta frente a bancos o instituciones gubernamentales- azuzadas ambas por los omnipotentes medios de comunicación, quizás hacer algo que no esté ya hecho, desobedecer, pase por tratar de no expresar, de no comunicar demasiado.
Texto: Daniel Castillo. Profesor de Enseñanzas Medias y Licenciado en Filosofía.
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