En un lugar de la Tierra Charra, cerca de Salamanca, existe un lugar de cuyo nombre me acuerdo, porque lo apunté en mi cuaderno de viaje: se llama Calvarrasa de Arriba. Tal cual. Para llegar a él debemos coger la carretera de Alba de Tormes que discurre entre trigales y dehesas, dorada en verano y verde por el trigo recién brotado o blanca de escarcha en invierno.
A medio kilómetro mal contado del centro de la aldea se encuentra la ermita de la Virgen de la Peña. Encaramada en un pequeño altozano -que ni de lejos llega a peña- domina un ancho paisaje de tierras de panllevar que se pierden brumosas en un horizonte serrano más intuído que visto. Es una construcción de líneas puras, filosas y verticales acordes con el recto paisaje trazado a teralíneas que le rodea. Data del siglo XVII y hasta ahí llegan mis conocimientos, puesto que el panel informativo en el momento de mi visita se encontraba con un dedo de hielo sobre su superficie, el recinto estaba cerrado y el único semoviente con el don del habla en muchas hectáreas a la redonda era un servidor de ustedes.
A los pies del cerrillo (o peña) que corona la ermita, hallamos unas fuentes que la cartelería turística definen como romanas, del siglo I. No lo pongo en duda puesto que nos encontramos muy cerca de la calzada de la Vía de la Plata, paso natural entre el suroeste y el norte minero de la península. Tras el vacío demográfico del neolítico, estas tierras fueron solar de vacceos y vetones, pueblos celtiberos posteriormente romanizados. Más al norte, en tierras palentinas dan fehaciente muestras de romanización algunas magníficas villae como la de La Olmeda, que bien vale un viaje para ser visitada. Las antedichas fuentes han gozado de una honrada restauración. Lástima del vandalismo nacional, que llega hasta los más apartados rincones; restos de hogueras, latas de refrescos y plásticos en general (pocos pero suficientes) afeaban un rincón quasi idílico, a pesar de que quien corresponda tiene instalado el oportuno contenedor para cualquier tipo de residuo. Es curioso; nos comemos crudo a quien se atreva decir lo más mínimo de nuestro terruño -el mejor de todos sin ninguna duda- pero somos incapaces de cuidarlo o, al menos, mantenerlo limpio.
Y la plaza de toros. Hay también una curiosísima plaza de toros cuadrada. Realmente es un murete con algunas barreras en el coso que, en esta ocasión cambia el amarillo albero por un precioso césped natural. Hasta aquí todo normal, puesto que nos encontramos en tierras de reses bravas y tentaderos los hay a cientos. Lo que sí que resulta extraordinario es la datación de la placita: siglo I, según los carteles turísticos plantados en la carretera. ¿Siglo I? Sé que el arte de Cúchares no es de hoy pero… ¿Siglo I? Sinceramente no me imagino a los vacceos ni a los romanos vestidos de grana y oro, plantados ante un uro (puesto que el toro bravo no existía en esos tiempos dado que es un precioso bicho logrado por selección artificial a lo largo de los últimos siglos), y no sólo plantados ante el uro (o lo que fuere) sino espetándole en latín con aire chulesco: “pasa presbítero”, como aquel delicioso personaje (banderillero por más señas) de Sangre y arena de mi nunca olvidado y siempre releído don Vicente Blasco Ibáñez.
Fotos del autor
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