Estamos en Roma, allá por los años 60 antes de nuestra Era. Tras las grandes conquistas del siglo segundo el sistema de gobierno de la República estaba inmerso en una crisis fatal.
Una minoría, los patricios y algunos équites (gentes sin nobleza pero con posibles económicos en general), se habían enriquecido escandalosamente con las tierras conquistadas, el comercio, la mano de obra esclava gratuíta y la salvaje especulación urbana. Por el contrario, una mayoría de la población veía desaparecer su relativo bienestar al no poder mantener sus tierras, poco rentables frente a los grandes latifundios, al ver desaparecer sus puestos de trabajo frente a los esclavos y al no poder pagar sus deudas contraídas con prestamistas que establecían intereses insoportables. La República había conquistado parte del mundo conocido, dominaba el comercio mediterráneo pero sus estructuras habían quedado obsoletas y hacían agua por todos sus costados. Era el escenario ideal para especuladores canallas, como Craso, ambiciosos políticos, como Pompeyo o César y sanguijuelas sociales de toda laya.
Una de éstas era un tal Publio Clodio, rico, noble de la familia Claudia, apuesto y corrupto hasta la médula de los huesos. Militaba en las filas de los “demócratas”, grupo enfrentado a los patricios que, en teoría, quería devolver la pureza a la República y el trabajo y pan a las clases populares. Sus métodos para conseguirlo, el matonismo y la violencia callejera. Un angelito la criatura.
Encaprichóse Clodio de la mujer de Julio César, Pompeya. Era César a la sazón el Pontifex Maximus, cargo político-religioso (del que proviene el título de Pontífice de los Papas) más bien de segunda fila. Aún no estamos ante el gran general, conquistador y dictador César. Una de sus funciones era velar por el mantenimiento y comportamiento de las Vestales.
Curiosa institución ésta. Se trataba de un conjunto de muchachas de buena familia en cuya virginidad se depositaba la seguridad de Roma asegurando el apoyo de la Bona Dea o Diosa Madre, cuyo culto se mantiene de forma más o menos evidente desde la prehistoria hasta nuestros días. El que una de las vestales perdiese su preciadísima prenda virginal podía suponer una auténtica catástrofe para la ciudad. De ahí que el castigo para aquella que yaciese con varón fuese enterrarla en vida. Recordemos que en nuestro alabado Siglo de Oro la pérdida de la virginidad de una moza fuera del santo matrimonio daba derecho a su padre y hermanos a matarla o encerrarla de por vida en un convento, lo que tampoco está mal. Curiosa la obsesión del macho a lo largo de la historia por ese tema.
Pero me estoy yendo por los preciosos cerros de Úbeda. Estábamos con Clodio y su encaprichamiento sexual por la esposa de César. Hasta tal punto llegó que urdió la trama de vestirse de mujer para participar en una de las secretas fiestas de las vestales en honor de la Diosa, jolgorio en el que no participaban hombres pero al que sí asistiría Pompeya como cónyuge del Pontifex. El enredo fue descubierto, Clodio juzgado y condenado -a poca cosa puesto que realmente no llegó a tocar a ninguna vestal ni su interés estaba en ellas, ni en cuestiones sexuales el pecado masculino ha sido tan grave como el femenino aunque la participación sea a mitad y mitad-.
Y César repudió a Pompeya.
¿Por qué, si él mismo declaraba que no tenía dudas sobre el buen comportamiento ella? Ahí, Julio César, uno de los hombre más libertinos de Roma, adúltero que navegaba tanto a vela como a motor por los procelosos mares de los lechos romanos, soltó una de sus rotundas frases para la historia:
“La mujer de César no sólo debe ser honrada, además debe parecerlo.”
¡Toma ya! Todo esto nos lo cuenta Plutarco en sus “Vidas Paralelas”. Y está bien, pero a mí me sabe a poco. ¿Pensaba lo mismo César sobre sí mismo? Es más, ¿exigía lo mismo a sus hijas? ¿También las hijas debían no sólo serlo sino parecerlo? ¿Y los yernos?
No sigo, que me comprometo. VALE.
Foto: busto de Julio César
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