No soy amigo de ir en peregrinación,
ni siquiera de visitar lugares donde la divinidad se haya puesto en contacto
directo con simples mortales. Son territorios en la frontera entre el fervor,
la superstición y -a veces- el fanatismo que no me atraen especialmente.
Entendámonos, los hay que por su valor
histórico, artístico o ambos son de viaje obligado: Santiago de Compostela,
Delfos o la basílica del Vaticano son claros ejemplos de lo que digo. Pero
otros, como Lourdes o Fátima los dejo para los devotos marianos porque sin una
fe profunda nos puede pasar como al cura de la novela de Emilio Zola: que no
veamos más que el entramado comercial y la burda manipulación de lo espiritual.
Por cierto, el título de la obra del autor francés es precisamente ese: “Lourdes”.
Aún así, a veces caigo en el fervor
histórico y me encuentro en territorios ajenos para mí. Así me ocurrió el otro
día que, ya que estaba cerca, me acerqué a Covadonga. Me atrajo la tradición de
esa batalla en que un noble visigodo con unos cuantos pastores astures y algún conmilitón, inflaron
a pedradas desde una gruta del monte Auseba nada menos que al gran ejército
conquistador de los musulmanes comandados por el emir Al-Shama, dando
comienzo con ello a la Reconquista que ya sabemos que España es Asturias y el
resto, tierra conquistada a los moros. Todo ello con la algo más que parcial
ayuda de la Virgen, que si no, no hubiese habido manera.
Bien; como decía, pura tradición. Las
pocas fuentes históricas andalusíes con que contamos nada nos dicen de tan magna
batalla y las cristianas no empiezan a hablar de ella hasta muchos años después
de ocurridos, supuestamente, los hechos; concretamente hasta el reinado de
Alfonso III, auténtico fundador del reino asturleonés que echó mano desde la
Virgen de Covadonga, la Santina, hasta el hermano de Cristo, Santiago, para dar
cohesión a lo que hasta el momento no pasaba de ser una débil federación de
pueblos arrinconados entre las montañas y el Cantábrico.
Ni siquiera tenemos una idea clara de
quién era ese tal don Pelayo cuyos restos yacen enterrados, junto con los de
Alfonso I, en la Santa Gruta, escenario de su preclara hazaña . Pero las
tradiciones amalgaman gentes y sustentan imperios (Troya, Eneas, Manco Capac…)
y en ello radica su interés para cualquiera que se acerque a la Historia.
Así que allí pasé una mañana con un
cielo azul precioso, impropio del otoño, disfrutando del maravilloso paisaje de
mil colores y volviendo a pensar, una vez más, que el estilo neorrománico de la
basílica es un pastiche. Fue construída entre 1877 y 1901 por Federico Aparici
y Soriano siguiendo las corrientes “neos” de la época: pensemos en el neogótico
de la catedral nueva de Vitoria, el neobizantino del Sacré Coeur parisino o
tantos edificios pseudomedievales que se reparten por todo el mundo presagiando
el espanto de los parques temáticos.
Entre la explanada de la
basílica, con su estatua de don Pelayo vestido de Capitán Trueno y esa
Campanona de 4000 kgr. de peso, y la Santa Cueva, se excavó un túnel que da
acceso directo a la misma. Se realizó en la roca viva y en las paredes se ven
las marcas de los cartuchos de dinamita que hubo que utilizar para romper las
entrañas del monte. No sé si la fe mueve montañas, pero en este caso concreto
las puede destrozar bastante. En ese pasadizo me encontraba pensando en si
encender una vela a la Virgen resolvería o no algunos problemillas que me
agobian, cuando a otro visitante que en esos momentos pasaba a mi lado le escuché
explicar a su señora, que con él iba:
-
Y pensar que
ellos hicieron este túnel a mano…
No me dio tiempo a dilucidar quiénes
podrían ser esos misteriosos “ellos” (¿astures?, ¿algún tipo de esclavos?, ¿recios
mineros de Mieres?) cuando ella respondió con un puntillo de escepticismo
-
Hombre, si
eso, algún pico o alguna herramienta les darían.
Que San Wert bendito nos acoja bajo su
manto.
Fotos tomadas por el autor.
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