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31 de octubre de 2012

COVADONGA


No soy amigo de ir en peregrinación, ni siquiera de visitar lugares donde la divinidad se haya puesto en contacto directo con simples mortales. Son territorios en la frontera entre el fervor, la superstición y -a veces- el fanatismo que no me atraen especialmente.

Entendámonos, los hay que por su valor histórico, artístico o ambos son de viaje obligado: Santiago de Compostela, Delfos o la basílica del Vaticano son claros ejemplos de lo que digo. Pero otros, como Lourdes o Fátima los dejo para los devotos marianos porque sin una fe profunda nos puede pasar como al cura de la novela de Emilio Zola: que no veamos más que el entramado comercial y la burda manipulación de lo espiritual. Por cierto, el título de la obra del autor francés es precisamente ese: “Lourdes”.

Aún así, a veces caigo en el fervor histórico y me encuentro en territorios ajenos para mí. Así me ocurrió el otro día que, ya que estaba cerca, me acerqué a Covadonga. Me atrajo la tradición de esa batalla en que un noble visigodo con unos cuantos  pastores astures y algún conmilitón, inflaron a pedradas desde una gruta del monte Auseba nada menos que al gran ejército conquistador de los musulmanes   comandados por el emir Al-Shama, dando comienzo con ello a la Reconquista que ya sabemos que España es Asturias y el resto, tierra conquistada a los moros. Todo ello con la algo más que parcial ayuda de la Virgen, que si no, no hubiese habido manera.

Bien; como decía, pura tradición. Las pocas fuentes históricas andalusíes con que contamos nada nos dicen de tan magna batalla y las cristianas no empiezan a hablar de ella hasta muchos años después de ocurridos, supuestamente, los hechos; concretamente hasta el reinado de Alfonso III, auténtico fundador del reino asturleonés que echó mano desde la Virgen de Covadonga, la Santina, hasta el hermano de Cristo, Santiago, para dar cohesión a lo que hasta el momento no pasaba de ser una débil federación de pueblos arrinconados entre las montañas y el Cantábrico.

Ni siquiera tenemos una idea clara de quién era ese tal don Pelayo cuyos restos yacen enterrados, junto con los de Alfonso I, en la Santa Gruta, escenario de su preclara hazaña . Pero las tradiciones amalgaman gentes y sustentan imperios (Troya, Eneas, Manco Capac…) y en ello radica su interés para cualquiera que se acerque a la Historia.

Así que allí pasé una mañana con un cielo azul precioso, impropio del otoño, disfrutando del maravilloso paisaje de mil colores y volviendo a pensar, una vez más, que el estilo neorrománico de la basílica es un pastiche. Fue construída entre 1877 y 1901 por Federico Aparici y Soriano siguiendo las corrientes “neos” de la época: pensemos en el neogótico de la catedral nueva de Vitoria, el neobizantino del Sacré Coeur parisino o tantos edificios pseudomedievales que se reparten por todo el mundo presagiando el espanto de los parques temáticos.













Entre la explanada de la basílica, con su estatua de don Pelayo vestido de Capitán Trueno y esa Campanona de 4000 kgr. de peso, y la Santa Cueva, se excavó un túnel que da acceso directo a la misma. Se realizó en la roca viva y en las paredes se ven las marcas de los cartuchos de dinamita que hubo que utilizar para romper las entrañas del monte. No sé si la fe mueve montañas, pero en este caso concreto las puede destrozar bastante. En ese pasadizo me encontraba pensando en si encender una vela a la Virgen resolvería o no algunos problemillas que me agobian, cuando a otro visitante que en esos momentos pasaba a mi lado le escuché explicar a su señora, que con él iba:


-         Y pensar que ellos hicieron este túnel a mano…

No me dio tiempo a dilucidar quiénes podrían ser esos misteriosos “ellos” (¿astures?, ¿algún tipo de esclavos?, ¿recios mineros de Mieres?) cuando ella respondió con un puntillo de escepticismo

-         Hombre, si eso, algún pico o alguna herramienta les darían.

Que San Wert bendito nos acoja bajo su manto.

Fotos tomadas por el autor.


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