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25 de abril de 2011

LA ÚLTIMA PROCESIÓN


Creo que fue Francisco Ayala quien, a la pregunta sobre su opinión sobre las corridas de toros, contestó: “Estoy en contra de ellas, pero mientras no las prohíban, no me pierdo ni una”. Pues algo así me ocurre con las procesiones de Semana Santa.

Sin lugar a dudas, mi aspiración es llegar a vivir en un país absolutamente laico en el que la religión no transgreda jamás los límites de la vida o el pensamiento privado. En el que toda creencia sea absolutamente respetada pero que, por privada, resulte incómodo –intelectualmente- cualquier manifestación pública al respecto. Y eso va desde el simple crucifijo en la pared del aula escolar hasta el obispo soltando dogmas de obligada creencia y cumplimiento para todo mortal utilizando las tribunas del Estado ciudadano.

Como es lógico, las procesiones entran totalmente dentro del conflicto del que estamos hablando. Son majestuosas manifestaciones públicas, en espacios públicos, de creencias exclusivamente privadas.  Hasta ahí la teoría.

Pero luego viene el sentir y a eso es difícil ponerle coto. La noche del Jueves Santo  me encontraba en la plaza de mi pueblo de adopción (acurrucado entre naranjos y olivos a los pies de la Sierra de las Nieves, en Málaga). La caída de la tarde anunciaba lluvia y a pesar de ello un montón de vecinos, más algún guiri que otro, esperaban la salida del Nazareno y la Virgen de los Dolores por el gran pórtico de la iglesia parroquial, precioso monumento del siglo XV. Nada le faltaba a la puesta en escena; ni el olor a azahar, a incienso y a cera de velas; ni las matronas de prietos rasos con mantilla; ni las autoridades dejándose ver de traje oscuro y guante blanco (va sin segundas); ni los niños correteando entre las piernas. Una banda de la Legión atronaba con sus trompetas y atambores e incluso cantaban algo sobre que no sé quién les hirió con zarpa de fiera y que eran novios de la muerte nada menos. Sólo faltó a la cita la luna llena escondida como estaba tras unos amenazadores nubarrones que decidieron a los capitostes de la sacratísima cofradía que la procesión no podía salir del templo. Como pobre consuelo sacaron los pasos al atrio y los costaleros los mecieron, izaron, agacharon, bailaron y menearon mientras la gente aplaudía emocionada y asombrada por partes iguales. La Virgen estaba guapa a rabiar y a Jesús se le veía estropeaíllo, como siempre y es lo suyo. Al final, el himno nacional y un chimpún atronador de los de la zarpa de fiera y la novia rara acabó con el espectáculo. En definitiva todo fue un torbellino de sensaciones para todos los sentidos: colores, olores, música, participación comunal en la que la mayoría se sentían integrados cuando no protagonistas, cotilleos sabrosos , teatral puesta en escena, exhibición de fuerza y habilidad … una especie de espectacular (y bello a su modo) circo sacro, en definitiva, que si bien no tiene mucho de religión oficial, sí golpea con fuertes aldabonazos en un ancestral subconsciente colectivo. Es difícil sustraerse a todo ello.

Por todo esto, retomo el principio del artículo: no estoy de acuerdo con las procesiones pero asistiré a las que pueda mientras no las prohíban, lo que creo que va para muy largo.

Foto: Cristo de Medinaceli llegando a la catedral de Cádiz

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