Publicado en EL PAÍS de 30/4/2012
Se cumplen 100 años del nacimiento del capitán general Manuel Gutiérrez Mellado, uno de esos hombres excepcionales cuyo trabajo marca una huella determinante en el devenir de la sociedad a la que pertenecen, y sin los cuales la historia hubiera sido probablemente distinta. Los españoles tenemos una deuda de gratitud con él, no suficientemente reconocida, por su decisiva contribución a la construcción del Estado democrático de derecho en el que ahora vivimos.
Difícilmente hubiera podido el presidente Adolfo Suárez llevar a buen fin la transición de la dictadura a la democracia sin el apoyo decidido de este viejo soldado, que se echó a la espalda la dura tarea de sumar las fuerzas armadas al radical cambio político que se estaba produciendo en España —o de evitar al menos que lo impidieran—, y de transformarlas en un instrumento moderno y eficaz al servicio del nuevo Estado.
Como vicepresidente del Gobierno, entre septiembre de 1976 y febrero de 1981, llevó a cabo la reforma más importante de la transición militar, la supresión de los Ministerios del Ejército, Marina y Aire, que hasta entonces habían actuado de forma independiente, para reunirlos en un Ministerio de Defensa, del que él mismo fue primer titular desde julio de 1977 hasta su salida del Gobierno. Además de que la medida era inevitable, en términos de eficacia administrativa y operativa, disminuía el peso de los militares en el Consejo de Ministros, y abría el camino de normalizar la subordinación de los militares al poder civil elegido democráticamente, objetivo prioritario de la acción política del general.
Pero, sin duda, la mayoría de los españoles que vivían entonces le recordarán por su actitud enérgica y valiente al enfrentarse a los golpistas que el 23 de febrero de 1981 irrumpieron en el Congreso de los Diputados intentando secuestrar la voluntad de la nación y abortar el cambio. Salió de su escaño, y se dirigió a ellos, arriesgando su vida, para conminarlos a someterse a su autoridad —él era entonces el militar de mayor antigüedad—, y a deponer inmediatamente su actitud.
La imagen de un hombre mayor —tenía casi 69 años— manteniéndose erguido y firme ante el zafio zarandeo de los asaltantes, se convirtió inmediatamente en el mejor símbolo de la dignidad y la voluntad de supervivencia de la naciente democracia española, e hizo más por el cambio dentro de las fuerzas armadas que cualquier medida política anterior o posterior. Cuando le preguntaron en TVE por su actuación aquel día, el general contestó que solo había hecho lo que le habían enseñado en la academia militar de Zaragoza. Valiente como los buenos, humilde como los grandes.
Detrás de ese momento para la historia, había una labor ingente y silenciosa de modernización de las fuerzas armadas, a la que Gutiérrez Mellado y su equipo dieron un impulso decisivo en todos los campos, incluyendo la reducción de unos efectivos desproporcionados para las necesidades del país, la renovación de un material en su mayoría obsoleto, y la adecuación de las estructuras de mando y fuerzas, que hasta entonces tenían una orientación claramente territorial. De esta forma, abrió el camino de un proceso de transformación, que ha llegado hasta nuestros días, y ha permitido a nuestras Unidades llevar a cabo misiones internacionales con el mismo nivel de profesionalidad y eficacia que las de los países más desarrollados del mundo.
No obstante, su mayor aportación a la construcción de la democracia fue el esfuerzo que dedicó a intentar cambiar la actitud de los militares, que estaban muy politizados entonces, especialmente los mayores de 40 años, y eran en buena parte reacios, en mayor o menor grado, a la política del presidente Suárez. Su trabajo, y el de la gente que le apoyó, unido a otros factores, como la influencia de nuestro entorno y el relevo generacional, produjeron, en un tiempo asombrosamente corto, un cambio de mentalidad trascendental en los uniformados: de sentirse obligados a tutelar a los españoles, en favor de una ideología concreta que se presentaba como el único patriotismo posible, a obedecer su voluntad como pueblo soberano, expresada en las instituciones y las leyes. De creer que la patria está por encima de los ciudadanos, a pensar que los ciudadanos son la patria.
El general Gutiérrez Mellado tuvo que luchar por lo evidente, en un ambiente hostil entre la mayoría de los militares de la época, y se vio obligado a pasar por situaciones muy difíciles, que llegaron en algunos casos al insulto anónimo o al desplante público en actos oficiales. No hay golpe más amargo que la incomprensión o el desprecio de tus compañeros, y él lo sufrió. Pero no cejó, porque sabía bien cuál era su deber, lo que la sociedad española necesitaba de él en esa difícil etapa. Y lo llevó a cabo con tenacidad e inteligencia.
El mejor homenaje que podemos hacerle ahora es constatar que su esfuerzo ha sido coronado por el éxito. Hoy tenemos unas Fuerzas Armadas similares a las de cualquier democracia avanzada, orientadas hacia su excelencia técnica, al servicio de la política exterior del Estado, neutrales políticamente y subordinadas sin recelos al poder soberano de la nación, de las que podemos sentirnos orgullosos. Gracias, mi general.
José Enrique de Ayala es general de Brigada en la Reserva.
1 comentario:
Es una pena que haga falta muchas veces la distancia temporal para reconocer a los que se comprometieron de verdad con nuestra democracia.
Los insultos fueron anónimos ¡y públicos! porque la vieja guardia lo esperaba en cualquier sitio para lanzar sus improperios, especialmente, cuando ETA hacía de las suyas.
La suerte de Gutiérrez Mellado fue que tuvo más apoyos que detractores dentro del ejército y a algunos los jubilaron antes de tiempo. Y esa también fue nuestra suerte.
El gesto valiente que tuvo en el parlamento el 23F caló hondo.
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