Cuando
comenzó la guerra en Siria, yo acababa de regresar de un viaje que
hice a aquel país. Entonces escribí dos artículos que titulé “No se me va de la Cabeza” y “El niño de Apamea” en los que
intentaba expresar mi inquietud por aquellos niños que vi, que
fotografié, con los que me reí o que me llegaron a la conciencia de
occidental bien alimentado; sentí miedo por ellos ante la brutalidad
del monstruo de la guerra. No hacía falta ser profeta para prever
el horror que se venía encima.
Hoy, el periodista Óscar Gutiérrez nos lo cuenta en su artículo Siria pierde a su infancia en la guerra, publicado en El País del 15 de marzo de 2013. Es el relato de la confirmación de nuestros peores temores.
Hoy, el periodista Óscar Gutiérrez nos lo cuenta en su artículo Siria pierde a su infancia en la guerra, publicado en El País del 15 de marzo de 2013. Es el relato de la confirmación de nuestros peores temores.
La
manta que cubre a Mohamed Ali Abud tapa su cuerpecito de tres años
por debajo del pecho. Duerme con una respiración anómala en una
habitación del hospital de El Bab, ciudad de la provincia de Alepo.
A su lado, con una tranquilidad pasmosa, aguarda su madre. Corre el
mes de agosto de 2012. La guerra ha llegado a la capital económica
de Siria para quedarse. El Bab, a escasos 30 kilómetros de la ciudad
de Alepo,
está ya en manos de los rebeldes. Al pequeño Ali Abud le cayó un
techo encima durante un bombardeo. ¿Por qué a él? ¿Por qué a un
niño? La mala suerte no casa con las estadísticas, ni tampoco con
la forma de usar la violencia pesada. “Cada vez que una casa es
alcanzada”, señala Donatella Rovera, investigadora de Amnistía
Internacional, en una grabación difundida por la organización en el
segundo aniversario de la guerra, “la mayoría de la víctimas son
niños”.
La
fórmula no es compleja: Siria es un país muy joven, con una media
de edad en torno a los 22 años; el 34% de la población es menor de
15 años y las familias son muy numerosas, especialmente en el campo,
donde la guerra ha sido y es más abierta; la obsesión del Ejército
por reducir bajas y cortar las deserciones ha hecho que las bombas
sustituyan al cuerpo a cuerpo, una estrategia de poca precisión en
el campo de batalla, que se ceba, por tanto, con las víctimas
civiles y, entre ellos, con los niños. “Las fuerzas
gubernamentales”, continúa Rovera, que ha documentado el horror
desde el interior del país, “saben que nueve de cada diez de sus
víctimas son civiles, por lo que ellos son los grandes asesinos de
niños”.
Dos
años después de que unos menores pintaran en las paredes
de las calles de Deraa mensajes contra el régimen de Bachar el Asad,
resorte del levantamiento popular y posterior conflicto armado, Siria
puede ya denunciar que sus niños han muerto, ha sido torturados,
detenidos y hechos desaparecer; que se han quedado sin colegio o
atención médica, y que incluso han sido usados por los grupos
armados, como ha denunciado la comisión independiente de la ONU que
investiga los crímenes de guerra.
Muy
al sur de esa provincia donde descansaba en la cama el pequeño Ali
Abud, al otro lado de la frontera, en suelo jordano, se refugia de la
guerra la familia de Selua al Mohamed. Hay muchos niños,
jugando y revoloteando, y otra mujer, hasta ayer niña. Tiene 17 años
y hace ya tiempo que dejó la escuela. Ahora ayuda a su madre Selua,
de 39 años, a trabajar el campo –cuando no está al cargo de sus
otros siete hermanos- y así reunir los 100 euros que necesitan para
pagar cada mes el alquiler. Quizá ya no vuelvan a Siria, dicen la
dos.
De
2, 3, 17 o 18 años. La guerra siria ha hecho ya pagar el mayor de
los precios a los menores de edad. Dentro y fuera del país. Según
datos de la agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR), más del
50% del millón de huidos de la batalla tiene menos de 18 años. Los
campos de refugiados lo atestiguan. Te reciben corriendo, te siguen,
se ríen y juegan. Están, se les ve, es evidente. “Es una crisis
humanitaria de niños”, dice desde el campo jordano de Zaatari, a
15 kilómetros de Siria, Aoife McDonnell, portavoz de ACNUR.
Más
cifras: según UNICEF, de los cuatro millones de afectados por la
guerra, la mitad son menores de edad; de los dos millones de sirios
que han abandonado sus hogares, pero no el país, los desplazados,
800.000 son niños; uno de cada cinco colegios dentro del territorio
ha sido destruido, dañado o arrebatado a la educación para acoger a
las víctimas –en Alepo, solo el 6% de las escuelas están aún en
uso. “Si esto sigue así”, alerta en videoconferencia desde Amán
(Jordania) Simon Ingram, de UNICEF, “Siria perderá toda una
generación de niños”.
Hace
unos meses, los equipos de UNICEF lograron vacunar a 1,5 millones de
menores de la polio. Ahora, la falta de dinero y las trabas sobre el
terreno complican mucho una segunda vacunación. La falta de
alimentos y agua en algunas regiones abatidas por la guerra –Siria
es uno de los países con mayores problemas de acceso al agua- abusan
una vez más de los más vulnerables a las enfermedades: mujeres y
niños. Pero existe un riesgo mucho menos tangible. Lo apunta Simon
Ingram: “Los niños están perdiendo la experiencia de ser niños”`[...]
Foto del autor tomada en la mezquita de Aleppo.
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