El 14 de Abril de 1.931, hoy hace 80 años, el pueblo español salía alborozado a la calle para celebrar el advenimiento de la República. Iba a ser el primer intento serio de hacer avanzar a España hacia un sistema liberal y democrático, moderno y progresista. No dio tiempo. Las fuerzas reaccionarias con un sector del ejército al frente asesinaron la ilusión provocando un baño de sangre ante el que las potencias autodenominadas democráticas se lavaron las manos. En homenaje a aquellos hombres y mujeres que lucharon por la libertad republicana frente al fascismo, reproduzco un extracto del discurso de don Manuel Azaña, presidente de la República durante la Guerra Civil, pronunciado en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1.938, en el que, en medio de la masacre, pide a todos los españoles sin distinción Paz, Piedad, Perdón.
“La guerra civil está agotada en sus móviles porque ha dado exactamente todo lo contrario de lo que se proponían sacar de ella, y ya a nadie le puede caber duda de que la guerra actual no es una guerra contra el Gobierno, ni una guerra contra los gobiernos republicanos, ni siquiera una guerra contra un sistema político: es una guerra contra la nación española entera, incluso contra los propios fascistas, en cuanto españoles, porque será la nación entera quien la sufra en su cuerpo y en su alma. Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde viniere, aunque hubiese sido revelado en una zarza ardiente, tiene derecho, para conquistar el poder, a someter a su país al horrendo martirio que está sufriendo España. La magnitud del dislate, el gigantesco error, se mide más fácilmente con una consideración dramática, casi vulgar. Hace dos años que empezó este drama, motivado aparentemente en el orden político por no querer respetar los resultados del sufragio universal en el mes de febrero de 1936. Han pasado dos años. Y cabe discurrir que, con la fugacidad de las situaciones políticas en España y con las fluctuaciones propias de las instituciones democráticas y de las variantes de la voluntad del sufragio popular, si en vez de cometer esta locura, se hubiera seguido en el régimen normal, a estas horas es casi seguro que estaríamos en vísperas de una nueva consulta electoral, en la cual todos los españoles libremente podrían probar sus fuerzas políticas en España. ¿Qué negocio ha sido éste de desencadenar la guerra civil en España? Si convierto ahora la mirada a otros puntos del horizonte, es de advertir, hablando siempre con la misma lealtad, que en cuanto el Estado republicano y la masa general del país se repusieron del aturdimiento, de la conmoción, causados por el golpe de fuerza, empezaron a reanudarse aquellos vínculos que la espada cortó. Y ciertas verdades que habían sido inundadas por el aluvión volvieron a ponerse a flote y a entrar en nueva vigencia, y, por fortuna, porque no se pueden infringir impunemente. Destaco entre ellas que todos los españoles tenemos el mismo destino. Un destino común, en la próspera y en la adversa fortuna. Cualesquiera que sea la profesión religiosa, el credo político, el trabajo y el acento. Y que nadie pueda echarse a un lado y retirar la puesta. No es que sea ilícito hacerlo: es que además, no se puede. Que el Estado, en sus fines propios es insustituible, y no hay Estado digno de este nombre sin sus bases funcionales, cuales son el orden, la competencia y la responsabilidad; que no puede fiarse nada a la indisciplina ni al arbitrio personal, ni confiarse nada a la improvisación, como no se quiera decir que ésta es hacer pronto y bien las cosas que la torpeza o la desidia hacían tarde y mal; fuera de ello, en la vida no se improvisa nada, y cuando se habla de improvisación se dice un vocablo vicioso o vacío, y cuando la improvisación se confunde con el arbitrismo, se cosechan tonterías, novatadas y fracasos. Y por último que nuestra guerra, tal como nosotros la entendemos y padecemos, es una guerra de defensa y su justificación única reside, precisamente, en la defensa del derecho estatuido para garantía de la libertad de toda la nación y de la libertad política de sus miembros, sin que sea lícito anteponer al fin único de la guerra fines secundarios, ni hacer desviar hacia ellos la guerra misma, por respetables que sean esos fines. Hace pocas semanas, el Gobierno ha promulgado una declaración política, lo que yo encuentro es la pura doctrina republicana–yo nunca he profesado otra–, y al prestarle mi previo asentimiento a esa declaración sin ninguna reserva, no hice más que remachar y repasar todos mis pensamientos y palabras de estos años. Para llenarla de contenido cada día más, para realizarla a fondo, no deben ponerse obstáculos al Gobierno, a éste o a otro gobierno que sustente la misma doctrina. Y es de advertir que no puede haber ningún gobierno que no lo sustente. En esa declaración, hablando del porvenir, el Gobierno alude, más que alude: nombra expresamente, la colaboración de todos los españoles el día de mañana después de la guerra en la obra de reconstrucción de España. Ha hecho bien el Gobierno en decirlo así. La reconstrucción de España será una tarea aplastante, gigantesca, que no se podrá fiar al genio personal de nadie, ni siquiera de un corto número de personas o de técnicos; tendrá que ser obra de la colmena española en su conjunto, cuando reine la paz, una paz que no podrá ser más que una paz española y una paz nacional, una paz de hombres libres, una paz para hombres libres. Y entonces, cuando los españoles puedan emplear en cosa mejor este extraordinario caudal de energías, cuando puedan emplearen esa obra sus energías juveniles que, por lo visto, son inextinguibles, con la gloria duradera de la paz, sustituirá la gloria siniestra y dolorosa de la guerra. Y entonces se comprobará una vez más lo que nunca debió ser desconocido por los que lo desconocieron: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Ahí está la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico, no en un dogma que excluya de la nacionalidad a todos los que no lo profesan, sea un dogma religioso, político o económico. ¡Eso es un concepto islámico de la nación y del Estado! Nosotros vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella, no sólo los elementos materiales de territorio, de energía física o de riqueza, sino todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos y que constituye el título grandioso de nuestra civilización en el mundo. Habla de reconstitución el Gobierno. Y, en efecto, reconstitución en todo aquello que atañe al cuerpo físico de la nación: a las obras, a los instrumentos de trabajo, etcétera; pero hay otro capítulo, en otro orden de cosas, en que no podrá haber reconstrucción; tendrá que ser construcción desde los cimientos, nueva. Y esto, por motivos, por causas que no dependen de la voluntad de los hombres ni de los programas políticos, ni de las aspiraciones de nadie. En primer lugar, la conmoción que ha producido la guerra, echando por el suelo todas las convenciones sociales en vigor (no me refiero a las convenciones de tipo jurídico, sino a las convenciones de la vida social, del trato entre los hombre), echándolas por el suelo y poniendo a cada cual en el trance terrible de optar entre la vida y la muerte. Todo el mundo, altos y bajos, han mostrado ya, sin disfraz, lo que llevan dentro, lo que realmente son, lo que realmente eran. De suerte que hemos llegado, por causas no precisamente de las operaciones militares, sino de toda la conmoción que ha producido y produce la guerra, a una especie de valle de Josafat, como después del acabamiento del mundo, en el que nadie puede engañarse ni engañarnos: todos sabemos ya quiénes éramos todos. Muchos se han engrandecido. ¡Dichoso el que muere antes de haber enseñado el límite de su grandeza! Muchos no han muerto, por desgracia para ellos. Esta situación de orden moral creará en el porvenir de España una situación, digamos, incómoda, porque, en efecto, es difícil vivir en una sociedad sin disfraz, y cada cual tendrá delante ese espejo mágico, donde ya no se verá con la fisonomía del mañana, sino donde, siempre que se mire, encontrará lo que ha sido, lo que ha hecho y lo que ha dicho durante la guerra. Y nadie lo podrá olvidar, como no se pueden olvidar los rasgos de una persona. Además de este fenómeno, de muchas y muy dilatadas y profundas consecuencias, como probará el porvenir; además de este fenómeno de orden psicológico y moral respecto de las personas, hay otro mucho más importante. Nunca ha sabido nadie ni ha podido predecir nadie lo que se funda con una guerra; ¡nunca! Las guerras, y sobre todo las guerras civiles, se promueven o se desencadenan con estos propósitos, hasta donde llega la agudeza, el ingenio o el talento de las personas; pero jamás en ninguna guerra se ha podido descubrir desde el primer día cuáles van a ser sus profundas repercusiones en el orden social y en el orden político y en la vida moral de los interesados en la guerra. Conste que la guerra no consiste sólo en las operaciones militares, ni en los movimientos de los ejércitos, ni en las batallas. No; eso es el signo y la demostración de otra cosa mucho más profunda y más vasta y más grande; ése es el signo de dos corrientes de orden moral, de dos oleadas de sentimiento, de dos estados de ánimo que chocan, que se encrespan, que luchan el uno contra el otro, y de los cuales se obtiene una resultante que nadie ha podido nunca calcular. Nadie; nunca. Este fenómeno profundo, que se da en todas las guerras, me impide a mí hablar del porvenir de España en el orden político y en el orden moral, porque es un profundo misterio, en este país de las sorpresas y de las reacciones inesperadas, lo que podrá resultar el día en que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta acumulación de males ha de salir el mejor bien posible, será con este espíritu, y desventurado el que no lo entienda así. No voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio de que “no hay mal que por bien no venga”. No es verdad. Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magníficamente por una ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, piedad, perdón.”
Publicado por “La Vanguardia” el 19 de Agosto de 2.004
Foto: proclamación de la República desde el Ministerio de la Gobernación en la Puerta del Sol en Madrid
Increible, como siempre de Azaña, que gran orador era; de los mejores , y seguramente sea cierto que el mejor como el mayor buen político. Y que razón, sin odio, pero todavía la gente mira a la República como un sangriento gobierno, propugnado por personajes como Pío Moa y demás, algunos incluso que consideraba buenos como Cesár Vidal pero está claro que era/es un sinvergüenza. En Castilla -rural-, a día de hoy todavía tenemos miedo inconsciente de decir las cosas clarar de la política, la gente siempre mordiendo...
ResponderEliminarUn saludo de Samuel. Salud, y República, que encima ,hoy, por ese periodico, que no me gusta casi nada, daban una constitución del 31, aunque sin la típica foto de Niceto Alcalá Zamora...
Azaña era un auténtico maestro en escribir magníficos discursos y obrar en sentido radicalmente contrario a los mismos.
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