Con ojos como platos escuchábamos los enanillos decir a nuestros mayores que los rusos habían lanzado un satélite artificial –así lo bautizó la prensa- al espacio. El bip-bip del Sputnik nos hacía soñar con aventuras de Flash Gordon y hostiles marcianos verdes de gordas cabezas. Luego volvió a asombrarnos el vuelo de la perrita Laika, primer ser terrestre vivo que conoció el espacio. Todo un detalle estrenar las rutas estelares con un animalito mucho más amable y generoso que el ser humano.
Y por fin la gran noticia: el hombre en el espacio. Nuevamente un ruso, Yuri Gagarin, en un bote de conservas de tecnología galáctica orbitaba la tierra. La conquista del espacio a la vuelta de la esquina. Inmediatamente el americano Alan Shepard daría un ridículo saltito de sube-y-baja y comienza la carrera espacial. ¿Pero quién se acuerda de Shepard? Fue Gagarin el primero que nos hizo creer en llegar hasta el infinito y más allá. Fue su cara de buen chico algo cateto la que nos hizo soñar con bases en la Luna y en Marte (como venganza a su invasión malvadamente dirigida por los dos Wells, H.G. y Orson), la exploración de los satélites de Júpiter en naves con forma de cigarro puro cabezón surgidas misteriosamente de un mono que tira un hueso a lo alto, todo ello para terminar metidos en guerras de galaxias, como no podía ser menos, contra malvados, aún más cabezones, de respiración asmática.
Todo eso se esfumó como humo de cohetes. La carrera espacial no fue sino una competición de a ver quién mea más lejos o la tiene (la nave espacial) más grande. Estábamos en plena Guerra Fría y había que demostrar al enemigo que si se llegaba a la Luna cómo no se iba a llegar con una bomba atómica al centro de sus indefensas ciudades. Para ello no se dudó en utilizar a científicos nazis que habían bombardeado Londres con las V2 por parte de los americanos o a hipotecar el futuro económico nacional por parte de la URSS. Cierto es que se llegó a la Luna; vimos a los astronautas dando patéticos saltitos –grandes saltos para la humanidad- por su superficie y una bandera americana arrugada que ha hecho millonarios a tántos pseudoescritores que saben a ciencia cierta que todo fue un montaje porque en la Luna no hay viento. Y ya está. La Guerra Fría la perdió la URSS y los USA su interés por grandes hazañas. Hoy el espacio está en manos de militares y de empresas industriales que se forran vendiendo gepeses, sartenes que no se pegan y canales de tele con series de policías que destripando cadáveres encuentran asesinos.
Pero el sueño no ha muerto. Seguimos creyendo en Flash Gordon, Skywalker (o como se escriba), en odiseas dos mil y pico (cada vez más largo el pico) y en llegar a Marte a darles p’al pelo a los cabezones verdes y ligarnos a la preciosa princesa de piel cobriza. Está en nuestros genes el extender nuestra propia especie hasta allá donde podamos llegar. Gagarin fue el primero que nos demostró, hace hoy 50 años, que el espacio no es un límite sino una frontera. Es por ello que está en nuestro recuerdo como un héroe del siglo XX.
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