MONOGRAFÍAS

30 de abril de 2011

UN VIEJO TREN


Hace tiempo leí que el ajedrez es un juego que desarrolla mucho la capacidad mental … de jugar al ajedrez. Si nos fijamos, de gran parte de nuestras aficiones se podría decir lo mismo; así el fútbol nos sirve para entender de fútbol o hacer encaje de bolillos nos hace expertos en tapetillos de mesa.

Pero existe una actividad que no, que realmente nos cambia: viajar. Coger el camino e irte a un lugar donde ya no se vea el campanario de tu pueblo es como transportarte a otra dimensión en la que el mundo es más ancho, sus gentes distintas e iguales a la vez, el cielo el mismo y los campanarios cambian. Entendámonos.
Me estoy refiriendo a viajar, no a transportarte de de una lugar a otro con los ojos de la mente cerrados y vestido de tus mejores prejuicios para, sin mirar apenas, llegar a la conclusión de que tu campanario es el más alto y lindo. Intento explicar, creo que mal, que el placer del viaje está en el viaje mismo y que llegar es terminar el viaje. El otro día, final de puente vacacional, subía en coche desde Andalucía hacia el viejo reino de León y veía -con cierto susto- esas colas interminables de coches que me adelantaban a velocidades que entendería si en su punto de destino cerrasen las puertas de la muralla al anochecer, como en la Edad Media, y tuvieran que dormir al raso si no llegaban a tiempo. No, eso no es viajar; eso es engordar el estrés (postraumático en caso de que la pegues). Para mí tampoco es viajar ir en avión. Eso es teletransportarte. Me subo en un chisme metálico de aspecto un tanto fálico con alitas (después de haber enseñado, como mínimo, los agujeros de mis calcetines a tres seguratas y doscientos cincuenta señores y señoras de la cola) y me bajo en otro sitio que está en la quinta puñeta. Bien es verdad  que el sistema nos permite ir a sitios inimaginables hace cincuenta años pero nos perdemos el fuego de campamento al anochecer después de una larga jornada; no creo conveniente encender una hoguera de bosta de camello en un Airbus, sinceramente.

No; viajar debe ser como un buen vino, una buena comida o algún otro placer que no nombro por si me leen menores: lento, reposado y recreándote en la suerte; la suerte del paisaje, pueblos, ciudades o, si eres un poco cotilla –lo soy-, las conversaciones de (o con) otros viajeros. Por eso me gustan los trenes, especialmente los que no tienen nombre de pájaro, sino esos que van lentitos y traquetean su poquito.  Así me enteré de que el albero es una arena negra porque está mezclada con escoria de los altos hornos, que sirve para los ruedos taurinos y se inventó en Bilbao. Lo siento por la gente de Alcalá de Guadaira y su preciosa arena amarilla, pero así se lo escuché a un honrado bilbaíno explicárselo a su compañera de viaje. He sabido de recetas de cocina, enfermedades de sobrinos, éxitos económicos y laborales de hijos. He pasado por bosques y barrancas que no se ven desde autopistas (entre otras cosas porque hay que destruírlos para hacer la autopista). He probado las ensaladillas de cantinas de estación y olido mil tortillas de patatas de compañeros de vagón -también pestosas hamburguesas de comida basura yanquis, qué se le va a hacer-. En tiempos más jóvenes se me han encendido pasiones por otras viajeras que me hacían desear que el viaje no terminase nunca … y que realmente no terminó puesto que continúa en el recuerdo.

Así que viajar con calma sirve para aprender a viajar y para mucho, mucho más. Haceos un día el regalo de comprobarlo o de repetirlo, que un pellizquito de felicidad puede encontrarse en el asiento de un viejo tren.

En este mismo blog: "De trenes y paisajes interiores"


Foto: vagón del viejo Rápido Iberia que atraviesa tierras de Castilla y León camino del brumoso norte.

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