Han pasado 5.000 años desde el día en
que vivimos. En tan largo periodo de tiempo, la Tierra ha pasado por cambios
climáticos que han hecho que cambien las costas, los cursos de muchos ríos en
cuyas orillas se habían desarrollado importantes asentamientos humanos;
antiguos grandes territorios de cultivo son ahora desiertos y enormes
superficies heladas son hoy bosques y centros de producción agrícola. Los
cinturones selváticos ecuatoriales ya no existen ni en el recuerdo y, en
definitiva, el planeta se parece poco a como fue hace milenios.
Las sociedades humanas también han
cambiado. Hace falta ser un Asimov o un Arthur C. Clarke para imaginarlas y,
tristemente, no lo soy. Han desaparecido antiguas tecnologías y han surgido
otras nuevas actualmente impensables. Vamos a suponer que brutales guerras no
han hecho desaparecer a nuestra especie -mucho suponer es eso- pero sí han
provocado cambios radicales en nuestra concepción del mundo, en las relaciones
sociales y en las estructuras intelectuales y de poder. La humanidad ha pasado
por una readaptación a su entorno físico y social.
Restos de los motores del Apolo XI |
Así, un día, alguien encuentra en el
fondo del mar la extraña estructura metálica que nos muestra la foto. Como esto es ciencia ficción, permítanme
suponer que aunque los restos son metálicos, no han sido destruidos por la
corrosión, sino que nuestro científico (que lo es) protagonista, los halla tal
cual. Como es lógico, en cinco mil años se ha perdido la memoria de lo que fue
el motor de explosión, los combustibles fósiles y de otros tipos que hoy
utilizamos y las formas de propulsión que en definitiva se basan en explosiones
de gases más o menos controladas.
¿Se imaginan la sorpresa ante el
descubrimiento? ¿Qué puñetas puede ser esa chatarra? Son los restos… ¿de qué? Y
que servían… ¿para qué? ¿Quién los construyó en su momento? ¿Qué tipo de
sociedad hizo el esfuerzo de fabricarlo, fuese lo que fuese, para acabar
enterrado en el fondo del mar?
Como ven, estas son las preguntas
fundamentales de la Arqueología ante cualquier descubrimiento, cuanto más
extraño, más sorprendente. Su grandeza como ciencia es el trabajo de ir dando
respuestas partiendo de restos escasos, pobres y, en la mayoría de los casos en
un estado de conservación que no tiene nada que ver con el original. Su miseria es que el tiempo transcurrido sólo nos permite elaborar teorías, siempre en estado
de revisión, para acercarnos a la realidad de las civilizaciones a las que
pertenecen esos restos.
Despegue del Apolo XI |
Qué difícil sería que nuestro
científico-arqueólogo de ese imaginario futuro que nos hemos planteado llegase
a imaginar la solución correcta. Los restos que ha encontrado pertenecieron a
la primera nave espacial con que el hombre llegó a la Luna. Son los motores del
cohete Saturno que puso al Apolo XI en
órbita antes del gran salto espacial. Sería casi imposible que nuestro
protagonista llegase a imaginar la escena de ese gigantesco aparato despegando
majestuosamente hacia ¿el infinito y más allá…?
Pues esa es la tarea que realizan
nuestros arqueólogos, paleoantropólogos y los historiadores que se dedican a
desentrañar nuestro más antiguo pasado. Tarea aparentemente imposible pero que ha obtenido éxitos espectaculares a
pesar de no contar más que poco más de cien años de antigüedad como ciencia. Y
todo ello batallando no sólo contra las inmensas dificultades de la escasez de
conocimientos y restos materiales, sino contra supersticiones, ideas
preconcebidas, religiones retrógradas y caraduras que aprovechan las zonas
oscuras del saber científico para inventarse extraterrestres construyendo
pirámides o Atlántidas de seres superiores que nos enseñaron lo que sabemos a
los brutos de los humanos de a pie.
Vaya mi admiración por ellos y mi
respeto por su trabajo.
Fotos obtenidas de Internet.
Fotos obtenidas de Internet.
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