Me encontraba el otro día en el Hospital de Algeciras. Tenía a una persona querida en la UCI donde le estaban haciendo las perrerías oportunas que los nuevos hechiceros de la medicina hacen para prolongarnos la vida más allá de lo imaginable hace cincuenta años. El día era primaveral, soleado, magnífico y salí a fumarme un pito. Como ciudadano responsable cumplidor de las leyes, hasta de las absurdas, me alejé del edificio hospitalario y me busqué un banquito comido de óxido y otros elementos oscuros que no quise analizar demasiado; estaba situado bajo una preciosa mimosa en flor, al lado de una parada de taxis ni florida ni preciosa, pero es lo que había; y me dediqué al insano placer, más placentero ahora por prohibido y marginado, de fumar.
En esto veo que se acerca un anciano, muy anciano, de no más de metro y medio, inseguro sobre sus piernas y ayudado de un bastón, con la intención de tomar un taxi. No sé cómo, porque fue casi instantáneo, recula, tropieza con un bordillo y cae. Como es lógico me llevo un susto morrocotudo, me levanto para ayudarle, se me adelantan un par de taxistas que le incorporan, le ayudan a subir al coche y aquí no ha pasado nada. Inmediatamente, con la facundia de las gentes del sur, me cuentan la historia. El abuelo tiene ciento un años y cuatro meses. Él insiste siempre en lo de los meses porque, supongo, cada día de más le parece un milagro. Vive en una residencia de ancianos cercana y se escapa, con la complicidad de un jardinero, dos veces al día para tomarse un cafelito o un vino con tapita en la cafetería del Hospital. Si se le pregunta por las monjas de la residencia las describe con epítetos no publicables en un blog serio como es éste. Y se cae prácticamente todos los días aunque nunca le pasa nada.
Mi primer sentimiento hacia el abuelo fue de simpatía cómplice. Cómo no voy a admirar esa rebeldía postrera de la escapada y el vasito de tinto, pequeña bandera de anarquía frente a la pacatez de una sociedad que pretende, mediante la coacción, que todos seamos sanos y atléticos, cumplidores y bienpensantes de pensamiento único, uniformes, pacatos, cursis y, de viejos, no molestos. Así que ole los atributos del rebelde abuelo!
Mi siguiente reflexión vino de mi deformación mental de historiador. Me puse a hacer cuentas con los años. Calculen ustedes. Este hombre tenía dos años cuando se hundió el Titanic, cuatro cuando comenzó la I Guerra Mundial, siete cuando estalló la Revolución Rusa y nueve cuando terminó la Gran Guerra. Disfrutó en su adolescencia de los locos años 20, aunque las empezaría a pasar muy estrechas cuando le pilló el crack del 29 en que tenía 19 años. Es de suponer que a los 21 años saldría a la calle para aclamar el advenimiento de la República y que con 26 años tuvo que coger un fusil para luchar en el bando que eligiese (o le tocase) en nuestra cainita Guerra Civil. Vio a Hitler en las noticias, siguió los avatares de la II Guerra Mundial y se espantaría con el dantesco espectáculo de los Estados Unidos destruyendo con bombas atómicas Hiroshima y Nagasaki, dos indefensas poblaciones civiles, mientras contaban al mundo que así salvaban vidas. Y el resto de su vida fue dictadura franquista, transición, democracia y vejez. Es muy posible que por la edad ya no se acuerde de muchas cosas o que, no sería de extrañar, no hubiese aprendido a leer y escribir y que vivió de oídas perdiéndose lo fundamental o que … Pero, aún con todo eso, es historia viva y, románticamente, quiero creer que le ha dado tiempo de poder pasar sus recuerdos e indudable sabiduría vital a sus descendientes. Él se sigue escapando de las monjas y eso es algo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario