Autor: David Torres. Leído en Público.es el 4/1/2014
El
hallazgo en cabo Evans de unas placas fotográficas congeladas desde
hace un siglo rememora una de las mayores gestas de supervivencia de
la era contemporánea: la de la Expedición Imperial Transantártica
de 1914 dirigida por sir Ernest Shackleton. Muchos son los homenajes
que este año celebrarán el centenario de la primera gran carnicería
a escala planetaria, pero pocos tendrán un momento para el recuerdo
de Shackleton y sus hombres, la antítesis perfecta de la guerra de
trincheras, probablemente la lucha más hermosa, noble y limpia que
el hombre haya entablado jamás contra las fuerzas de la naturaleza.
Todo
comenzó con un anuncio que Shackleton publicó en la prensa, que
muestra la pasta de la que estaba hecha la gente de hace un siglo y
que todavía hoy pone los pelos de punta: “Se necesitan hombres
para viaje arriesgado. Poco sueldo, mucho frío, largos meses en
total oscuridad. Peligro constante, sin garantía de regreso. En caso
de éxito, reconocimiento y gloria”. Más de cinco mil voluntarios
respondieron a la llamada, de los cuales Shackleton seleccionó
personalmente a ventiseis, a los cuales posteriormente se unió un
polizón. El Endurance partió en el verano de 1914,
poco antes de iniciarse la contienda, y cuando atravesaba el mar de
Wedell, quedó encallado en la banquisa apenas a una jornada de
navegación del lugar previsto para el desembarco en el continente.
Jamás llegó a tocar tierra.
Allí,
atrapados en una telaraña de hielo, a miles de kilómetros de
cualquier ruta conocida, y mientras el mundo civilizado estallaba en
pedazos, comenzó la larga odisea antártica. Muy pronto Shackleton
comprendió que no podían recibir ayuda del exterior y que tampoco
lograrían liberar la nave. Consciente de las tragedias y catástrofes
que jalonan la historia de las exploraciones polares, no permitió en
ningún momento que decayera la moral y echó mano de todos los
recursos a su alcance para mantener el ánimo de la tripulación,
desde improvisadas obras de teatro a partidos de fútbol sobre el
hielo. Cuando, meses después, dio la orden de abandonar el barco,
ordenó conservar únicamente lo imprescindible: lanchas, tiendas de
campaña, perros y provisiones. El Jefe (el sobrenombre que le
pusieron sus hombres y que él consideraba aun por encima del título
de sir, conseguido años antes al alcanzar el polo sur magnético)
fue el primero en dar ejemplo arrojando a la nieve dos guineas de oro
y su biblia personal, de la que guardó únicamente una hoja, un
fragmento del Libro de Job (“¿De qué vientre sale el hielo? ¿Y
la escarcha del cielo, quien la da a luz?”) donde parecía trazado
el destino de todos.
Pero
Shackleton, aparte de tozudo, tenía la manía de la supervivencia.
No iba a repetir la historia del capitán Scott, congelado junto a
varios de sus hombres al regreso del polo sur. Años atrás, al
regreso de una expedición en la que había tenido el coraje de dar
media vuelta cuando se encontraba a menos de cien kilómetros de su
objetivo, Shackleton escribió a su mujer: “He pensado que
preferirías un burro vivo a un león muerto”. Es curioso que los
mismos expertos en liderazgo que lo ponen hoy día como ejemplo,
pasen por alto que fracasó en todas las empresas de exploración y
en todos los negocios que llevó a cabo, y que su gran logro, casi su
único logro, es que, después de tres años de terribles
padecimientos, logró regresar a Inglaterra sin perder un solo
hombre.
Sin
duda alguna ésa es la gran lección de Shackleton, el empeño que
puso en sacar a todos vivos de aquel laberinto helado sin más bajas
que los perros de trineo que habían llevado consigo y los cachorros
que nacieron durante el viaje. En abril de 1916, después de
incontables caminatas sobre bloques de hielo y un arriesgado cabotaje
entre témpanos que amenazaban con hundir las lanchas, arribaron a
Isla Elefante, un escollo perdido de donde no había más salida que
el mar. Shackleton entonces confió su suerte a Worsley, el capitán
del Endurance, quien partió en una ballenera de apenas
siete metros de eslora junto a cinco hombres, dispuesto a cruzar mil
quinientos kilómetros por el océano más tormentoso del mundo rumbo
a las Georgias del Sur. Worsley consiguió una hazaña naútica sin
parangón en la historia naval, embocando la ruta sin otra ayuda que
su instinto marinero y un par de mediciones con el sextante, cuando
una desviación de un solo grado hubiera supuesto el desastre.
Allí
dio comienzo el penúltimo capítulo de la odisea: habían
desembarcado en una orilla desconocida y ahora tenían que cruzar de
lado a lado hasta la base ballenera de Stromnes atravesando una
cordillera virgen. Unos días después Shackleton y dos compañeros
tocaron a la puerta de una de las cabañas como una aparición
del otro mundo. De inmediato rescataron al maltrecho trío que
esperaba al otro lado de la isla, pero invirtieron seis meses y tres
tentativas de rescate en alcanzar otra vez Isla Elefante. Por suerte,
había confiado el grueso del grupo a manos de su lugarteniente,
Frank Wild, un hombre que mantuvo la disciplina y el ánimo a punto,
como si fuese el propio Jefe. A bordo del Yelcho, un
remolcador chileno, Shackleton vio aparecer la peculiar silueta del
islote y contó ansiosamente las figuras que agitaban los brazos
desde la orilla. Se echó a llorar cuando vio que no faltaba ninguno.
Lo había conseguido: no el polo sur, ni la travesía transantártica,
sino sacarlos con vida a todos de aquel infierno blanco.
Por
desgracia, la Gran Guerra continuaba y muchas de las vidas que
Shackleton había cuidado con tanto esmero en su aventura polar se
perdieron en los campos de batalla de Europa. “Todos tenemos
nuestro Sur blanco” dejó escrito en su gran libro, South,
publicado unos años después de la gran epopeya. En 1922, tras
varias empresas donde no le acompañó la suerte, se organizó un
viaje conmemorativo a las Georgias del Sur donde viajaron Shackleton,
Wild y otros supervivientes. Como en pago de una antigua deuda, un
infarto fulminó al Jefe poco después del desembarco y su viuda
decidió que lo enterraran allí, en el cementerio de Gritvyken, en
una tumba adornada con un verso de Browning en donde hoy, de vez en
cuando, los pingüinos montan guardia. Raymond Prestley, un geólogo
que trabajó con los tres grandes exploradores polares, resumió así
las virtudes de cada uno: “Como jefe de una expedición científica,
elegiría a Scott; para un raid polar rápido y eficaz, a Amundsen;
pero en medio de la adversidad, cuando no ves salida, ponte de
rodillas y reza para que te envíen a Shackleton”.
Autor:
David Torres. Leído en Público.es
el 4/1/2014