En
el periódico digital Público.es
del 16 de octubre de 2012, el escritor y periodista Félix
Población
nos cuenta una jugosísima anécdota ocurrida en un pueblecito de
Valladolid llamado Castronuño situado al pie de un pantano, horadado
por antiguas bodegas en las que se elabora un magnífico vino y que
está bendecido desde lo alto de un cerro por una preciosa ermita románica de la que ya hablé en otra ocasión. Es una pequeña
historia de cachondeo cazurro y resistencia solapada frente al
franquismo que creo merece la pena que se la traslade a ustedes
acompañada de algunas fotografías del precioso paisaje escenario de
los hechos.
“El
pueblo vallisoletano de Castronuño debe su nombre a Nuño Pérez,
el alférez de Alfonso VI que lo reedificó. Se trata de una
localidad vallisoletana situada en la vega del Duero, que figura
entre las catorce de la provincia donde la derecha jamás ganó unas
elecciones. En Castronuño, como consecuencia de la represión
franquista, más de una veintena de vecinos fueron fusilados durante
la Guerra Civil.
Allí,
en los inicios de la década de los cuarenta, el régimen del
dictador se propuso la construcción de los canales de Toro y San
José, así como la presa de la central hidroeléctrica que lleva
este último nombre. Las obras empezaron en 1941, costaron algo más
de diez millones de pesetas y concluyeron cuatro años después,
siguiendo el acelerado proceso de inauguración de presas y pantanos
que de modo tan asiduo conformaba la primera página del Nodo.
Es
muy probable, sin embargo, que en el caso de la presa de Castronuño
la información ofrecida a través del noticiero oficial del régimen
-de obligada exhibición en todas las salas de cine del país-, no se
mostrara íntegramente a los espectadores. Porque en Castronuño, el
3 de octubre de 1946, fecha en que el extinto caudillo acudió a la
inauguración oficial, ocurrió algo que ni el propio Luis Berlanga
habría imaginado para sus películas.
El
jefe del Estado había pernoctado la noche anterior en el campamento
militar de Monterreina (Zamora). Todo estaba preparado para que el
pueblo lo recibiera a la mañana siguiente, salvo algo tan
fundamental en un evento de esas características como la música. Se
aproximaba la hora de la inauguración y nada se sabía de la banda
que debía intervenir en el acto, hasta que el alcalde y maestro de
la localidad, Santos Pérez Curto, recibió la noticia de que el
vehículo en el que viajaban los músicos había sufrido un
accidente.
No
había más solución que improvisar sobre la marcha, por lo que a
don Santos se le ocurrió la idea de recurrir a los pocos vecinos que
tocaban mejor o peor algún instrumento. La Guardia Civil se encargó
de su búsqueda inmediata, dando así con Lorenzo, a quien llamaban
propiamente El Músico, que haría de director. Le acompañarían su
esposa, la señora Pepa, con Pepe El
Gato y
dos más, Fabriciano y Victoriano, de modo que se juntaron un total
de dos trompetas, un trombón, un tambor y un bombo. En la banda no
pudo intervenir Demetrio Madroño, El
Jeringa,
que como su hermana había sido encarcelado por el dictador, después
de que sus padres fueran fusilados durante la guerra.
No
hubo ocasión siquiera para un mínimo ensayo previo. Los músicos se
situaron en el lugar de honor donde las autoridades esperaban al
Generalísimo, presididas por el gobernador civil de la provincia,
junto a una remesa de falangistas desplazados expresamente al lugar.
“La presa disponía entonces de un puente peatonal (ahora adaptado
para el paso de vehículos). Para acceder a él -cuenta María
Torres, que ha dado a conocer este peculiarísimo episodio de nuestra
posguerra- había a cada uno de los lados una escalera. Sobre una de
esas escaleras se encontraban dos niñas, Luisa Hernández y su amiga
Araceli López, deseosas de presenciar el espectáculo. Al
aproximarse Franco, fueron echadas de allí por varios falangistas”.
Imagínense
que una vez pronunciado el discurso de hidráulica costumbre por
parte del dictador, con los consiguientes vítores y aplausos por
parte de las fuerzas vivas, la pequeña banda deja sonar las
archiconocidas notas de Tengouna vaca lechera.
La versión de tal hecho se la escuchó Torres a la propia Luisa
Hernández, con la colaboración en el rastreo de esa singular
memoria de Gabino Alonso y Félix Maestre Gutiérrez, primer alcalde
de Castronuño durante la democracia.
Pienso,
como María, que la elección de la pieza no pudo ser casual o
fortuita. Tampoco creo que los intérpretes no supieran tocar otra,
aunque fuera un pasodoble. Se podría hasta creer, como cuenta
Almudena Grandes en su última novela El
lector de Julio Verne,
que los improvisados músicos de Castronuño recurrieron a La
vaca lechera con
la misma intención de canto subversivo con que la entonaban los
guerrilleros antifranquistas en las sierras de Jaén durante esos
mismos años.”
Texto:
Félix
Población.
Fotos:
Daniel García-Parra
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