Cuando Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamon, una vez despejados la escalera y primer pasillo de acceso de los cascotes que los tapaban, dio con el muro de acceso a la tumba cerrado y con los sellos del faraón intactos. Antes de derribar el muro hizo un pequeño agujero para mirar en su interior; en ello estaba cuando uno de sus acompañantes le preguntó: “¿Qué se ve?”, a lo que Carter contestó: “Veo cosas maravillosas”.
Acabo de regresar de Siria (todavía huelo a avión y cansancio). Si alguien me preguntase qué he visto en mi viaje, parafrasearía al gran arqueólogo: he visto cosas maravillosas. Podría extenderme en la descripción del arte y las ruinas que conserva un país que junto con el resto de Mesopotamia fue la cuna de la civilización; allí podemos ver restos sumerios de Mari; huellas de hititas, asirios y persas. Allí estuvo Alejandro Magno y sus sucesores los Seleúcidas, Roma y el asombroso reino de Zenobia en Palmira, increíble ciudad en pleno desierto. Y los nabateos de Bosra, ciudad romana todavía hoy habitada en edificios de casi dos mil años de antigüedad. Los Omeyas establecieron en Damasco la primera gran ciudad del Islam con su impresionante mezquita y Saladino dominó Oriente desde Aleppo. Los cruzados dejaron su triste recuerdo en el Krak de los Caballeros, una de las fortalezas medievales mejor conservadas en la actualidad y el Imperio turco terminó de remodelar el país hasta que fueron expulsados en la primera Guerra Mundial por los ingleses y los ejércitos árabes dirigidos por el coronel Lawrence de Arabia. Todos ellos dejaron su huella y sus cosas maravillosas.
Podría hablar de todo ello, pero no todavía. Hoy me quiero referir a otras maravillas que me han impresionado tánto o más. Maravillas que no se pueden fotografiar. Como la enorme simpatía y educación de sus habitantes. El ambiente de convivencia pacífica y relajada de distintas religiones: el islam, el cristianismo druso, armenio u ortodoxo e incluso el judaísmo. O de distintas etnias: árabes sirios, armenios, kurdos. La vida hecha en la calle, caótica, tumultuosa pero de una escala profundamente humana. He visto barrios centenarios, de una limpieza exquisita, que no tienen nada que ver con las sofisticaciones hechas para el turista a las que estamos acostumbrados; y he visto nómadas beduínos en el desierto que siguen ofreciendo todo lo que tienen al visitante. He podido entrar en las mezquitas sin que nadie me pusiera más condición que la de cumplir con las normas que rigen los lugares de oración. He podido admirar la belleza espectacular de sus mujeres que van con velo o sin él, con shador o con vaqueros, con burka o con pantalones y que fuman como carreteros mientras charlan sentadas en los cafés y que también organizan sus despedidas de solteras a las que, tristemente, no podemos asistir los varones. Mujeres que trabajan como maestras, en los mostradores del aeropuerto, como ministras y parlamentarias (esto no lo he visto pero me lo han contado), en el campo o en las oficinas.
Bien es cierto que también he visto pobreza en determinadas clases sociales y niños trabajando siendo eso, niños. Y las parafernalias típicas de una mal disimulada dictadura ligeramente atemperada por tímidas formas democráticas. O un ejército omnipresente por el estado de guerra callado que Siria mantiene con Israel a quien apoyan los ubicuos Estados Unidos que llegaron a incluir a este país en el grotesco “eje del mal”.
Son luces y sombras de una tierra y unas gentes que, repito, me han hecho ver cosas maravillosas.
Foto: maestras en la ciudadela de Aleppo (Siria)
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