Soy fumador empedernido y por lo tanto me encuentro en el centro de la diana de la ley antitabaco. Indudablemente creo que los hábitos no se pueden cambiar por decreto sino por educación y concienciación pero, como decían los romanos, lex dura sed lex y hay que cumplirla siempre que haya sido aprobada democráticamente por nuestros representantes en Cortes. Como es el caso.
Lo que me entristece es leer los comentarios que hacen los lectores en los foros de los periódicos. Una vez más, por un motivo nimio, se han levantado torbellinos de intransigencia de forma que la idea con que te quedas es que los fumadores son unos seres repugnantes casi casi asesinos de niños o que los no fumadores son unos nazis que vuelven a pedir campos de exterminio o poco menos. O dicho de otro modo, se ha abierto otro frente del tremendo o conmigo o contra mí.
Si nos fijamos en cualquier campo del juego de la convivencia, casi siempre funcionamos así: mi aldea, mi región, mi club de fútbol, mi campanario o mi postura política. Recuerdo que siendo chaval nos íbamos a las discotecas de nuestra ciudad vecina porque allí las niñas eran más frescas; y viceversa, los de la otra ciudad se venían a la nuestra por idéntica razón.
Repasemos la historia que es un ejercicio que siempre abre las ventanas de la mente. Durante casi toda la Edad Media, por no irme más atrás, nuestra tierra fue plural en los cultural, religioso y, en ocasiones, incluso en lo étnico. Había obispos en la Córdoba califal y los Omeya se casaban con princesas navarras. Se construían mezquitas junto a las iglesias, separadas quizás por la sinagoga. No es que no hubiese conflictos, pero se convivía.
Con el advenimiento del concepto de Estado regido por fuertes monarquías, este entramado de convivencia más o menos firme se va a hacer puños pa'hoces. Nuestros Reyes Católicos y sus inmediatos descendientes imponen la religión, cultura, modos y hábitos únicos. El instrumento fue el tribunal de la Santa Inquisición. A partir de ahí, todo sospechoso de “otredad”, de ser distinto, de pensar, razonar, sentir o creer de otra forma, podía ser detenido e incluso condenado por la temida institución eclesial respaldada por el Estado. El peligro de perder bienes, libertad o incluso vida, lleva al súbdito a intentar mostrar su conformidad total con lo establecido: yo como cerdo, yo no me lavo, yo voy a misa los domingos y soy descendiente de cristianos desde Viriato. Es más, demuestro mi odio -e incluso delato de forma anónima- al que no sea como yo.
Con la llegada del Estado liberal el súbdito pasa a ciudadano y se abre tremendamente el campo de opciones que tiene para escoger su pensamiento y comportamiento. Pero el hábito de siglos de represión, de que el “otro” es el malvado, el equivocado, aquél al que las verdades del barquero se le deben imponer como fuere, sin ponernos a reflexionar sobre ellas, ese hábito como decía, ha quedado ahí, enraizado en el subconsciente colectivo. No es que los españoles, como dice el tópico, seamos más individualistas, o de sangre más caliente o más violentos que los ciudadanos de otras latitudes. Es que nuestra historia es distinta por la represión inquisitorial que sufrimos durante siglos que impidió el desarrollo de una conciencia de pluralidad y eso no lo arreglamos tan fácil ni en 30 años de democracia, ni en bastantes más.
De ahí las dos Españas que han de helarnos el corazón. Don Antonio Machado no pensaba (quizás) más que en la España oscurantista frente la abierta a nuevos horizontes pero hemos conseguido desarrollar muchas más: barcelonista-madridista, nacionalista-centralista, Madrid-provincias, feminista-machista, mi pueblo-el tuyo, fumadores-no fumadores y así, como se dice en matemáticas, hasta el límite en que X tiende a infinito, siendo X la opción personal que escojamos.
Menos mal que somos flexibles. Pongo un ejemplo: cuando me apeo del coche paso de ser furibundo conductor que me cisco en todos los imprudentes peatones a furibundo peatón que me cisco en todos los salvajes conductores. Y así vamos.
Foto: "Auto de Fe" de Francisco Ricci
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