MONOGRAFÍAS

28 de enero de 2011

OLOR DE SANTIDAD

El otro día estuve investigando un poco sobre San Jerónimo para el artículo El silencio de los corderos” que podéis encontrar en este mismo blog. Siempre que se abre un librote de Historia es casi imposible no encontrar alguna joya que nos explique algo de lo sucedido con posterioridad a lo investigado o que esté ocurriendo en nuestros días.
En esta ocasión que os cuento, la perla que encontré fue la siguiente frase del padre de la Iglesia:

Quienes se hayan lavado en la sangre de Cristo no necesitan volver a lavarse.

¡Toma ya! ¿Pero qué tenían los buenos cristianos contra la limpieza corporal? Recordemos que una de las pruebas que se podían aportar a la Santa Inquisición para acusar a un vecino de judío o de “moro” era que se lavaba todas la semanas. El cristiano viejo, incluídos los miembros de la nobleza, se metía en la tina de agua más o menos caliente tres veces en su vida: cuando nacía, cuando se casaba y para su propio entierro; es más,  algunos presumían de que el segundo lavatorio, por lo menos, se lo habían saltado. Cuentan las crónicas de los indios americanos que las expediciones de los conquistares no hacía falta verlas venir;  el aire traía sus efluvios mucho antes.

Desde luego puedo aseguraros que los tristes curas de aquel oscuro colegio en el que estudié mis primeras letras bajo el cielo gris de una ciudad norteña, debieron ser unos fieles seguidores del pensamiento de San Jerónimo. No explico más.

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